Está ardiendo. Mi antebrazo. Aquí donde doblo para hacer un corte de mangas, aquí donde me buscan la vena para pincharme, aquí donde sudo cuando estoy nerviosa, aquí donde me pongo unas gotas de perfume, aquí donde me gusta que me acaricien ¡pero no ahora! ahora arde, como si me hubieran picado diecisiete avispas.
Dicen que las malas noticias llegan todas juntas, y a mí me llegaron justo antes de salir de viaje.
Llevo ya dos días en este barco, es lo más parecido al paraíso de los anuncios de televisión, el archipiélago de San Blas, en Panamá, donde viven los indios Kuna: islas de arena blanca y palmeras, agua tibia y fondos transparentes.
Pero mi brazo…. no lo soporto, me meto en el agua, buceo, nado entre bancos de peces haciendo que cambien de figura, me meto entre medias y ellos se separan y se vuelven a juntar, parecen nubes tormentosas formando siluetas a veces aterradoras, a veces tranquilizadoras y siempre sorprendentes.
El agua de mar no le sienta bien a mi brazo, la sal hace que me pique aún más y noto cómo se hincha, ha emergido una isla de terciopelo rojo sobre el cuero de mi piel.
Me recomiendan una crema buenísima que lo cura todo y que no lleva cortisona pero yo se que la cortisona es lo único que me va a ayudar con los síntomas, que no con el problema que no es uno, sino muchos, lejos físicamente pero todos en mi cabeza ahora mismo dando golpes.
Pasan los días y mi brazo se ríe de la ‘crema mágica que todo lo cura’, me pide droga dura y yo, que estoy librando una batalla contra mí misma tratando de relajar mi mente para que no me afecte físicamente, finalmente me rindo y le doy lo que me pide, cortisona.
Empiezo a notar sus efectos, poco a poco se me va secando la piel y baja la hinchazón. Pero yo se que no será hasta mi vuelta y hasta que se hayan resuelto los problemas que me han llevado a este estado cuando mi brazo vuelva a sentir de nuevo el placer de las caricias y disfrute con el sol y el mar. Pasarán todavía varios meses hasta que me vuelva a reencontrar conmigo misma y hasta que le devuelva el equilibrio a mi vida.
Mientras tanto intento disfrutar de este momento y lucho por no caer en la tentación de rascarme hasta desollarme, qué placer sería hacerlo y qué malas las consecuencias.
Lo sopeso: no me voy a rascar, aguantaré; me tengo que relajar y disfrutar de estas vacaciones, aislarme y no contar nada a nadie para no contaminar su felicidad, o su aparente felicidad, ahora no puedo hacer nada, tengo que descansar y coger fuerzas para solucionar a la vuelta todos los problemas: el desahucio de mi hermana, el cáncer de mamá, y la posible quiebra de la empresa familiar.
Me miro el brazo y lo noto, en mi cabeza siguen los problemas y mi impotencia y mi conciencia me dice que no me puedo estar divirtiendo, que tengo que volver. Entro en la web y busco un billete.