viernes, 8 de abril de 2016

Cara de felicidad

     Sofía, la madre de mi hijo, me ha pedido ayuda; Le he dicho que sí, como siempre, y aquí estoy, con un manojo de llaves en el bolsillo del abrigo y una dirección metida en el ‘google maps’.

     Me bajo en el metro de Oporto y camino a buen ritmo por el madrileño barrio de Carabanchel en un soleado y frío día de febrero. Me recuerda al barrio en el que me crié, casas de ladrillo rojo con franjas de cemento blanco entre planta y planta, como piezas de lego, la mayoría de 4 alturas para ahorrarse el ascensor. Árboles, jardines de tierra, muchas tiendas de barrio: fruterías, droguerías, mercerías, librerías, tiendas de electrodomésticos, de muebles, el mercado, la farmacia, el estanco, kioskos de prensa, algún puesto de la ONCE y graffitis, muchos graffitis, completan el entretenido paisaje.
     Llego a la dirección: Camino Viejo de Leganés, 237, bajo dcha. Entre las llaves distingo claramente la del buzón y 2 largas como de cerrojos fac, otras dos sencillas que deben ser una del portal y otra de la cerradura principal de la casa. Acierto en todo. El buzón parece que se va a atragantar, saco lo que puedo por la boca y lo meto en la mochila, lo abro para terminar la lavativa. Todo previsible: publicidad en general y cartas de Bankia, Iberdrola y Movistar, a nombre de Doña Herminia Vázquez Ibáñez. Una luz amarilla y tenue sale de una pobre bombilla encerrada en un triste plafón atornillado al techo del vestíbulo. Me dan pena las casas con poca luz, a la izquierda la puerta de la cocina, de frente la del pasillo, puertas de madera con un cristal amarillo opaco, el suelo es de parquet, tablillas pegadas a una malla formando pequeños cuadrados. En la entrada un perchero vacío y un portaretratos en un mueble con una foto en blanco y negro de dos señoras muy elegantes y muy serias con vestidos largos, sombreros de época y cinturas de avispa mirando fijamente a la cámara. En el pasillo dos puertas a la derecha: el dormitorio y el baño, y una a la izquierda, el salón, que conecta con la cocina. Todo muy ordenado y muy setentero: en el baño una ducha de diseño futurista desafina al lado de una cisterna de esas de depósito elevado con la cadena colgando, la imagen chirría, dos frecuencias distintas sonando a la vez en un espacio muy pequeño, daña la vista. En el dormitorio una lámina enmarcada de la Vírgen del Pilar vela una cama individual sobre la que duerme una muñeca de porcelana. En el salón un sillón orejero le echa una partida de tute a una silla de cuero en una mesa de camilla y un mueble castellano hospeda a decenas de álbumes de fotos, centenas de libros y miles de figuritas, adornos, recuerdos y souvenirs. No veo ninguna televisión. Subo las persianas pero las rejas no mejoran el panorama. La cocina es grande para el tamaño de la casa, casi más grande que el salón, es como si al salón se le hubiera quitado un pedazo y se le hubiera dado a la cocina, busco marcas en el suelo y, efectivamente, encuentro un trozo de baldosa de un tono distinto. En la cocina está la tele.
     Doña Herminia falleció el mes pasado, su casa está más limpia que la mía. Era la inquilina de mi ex-suegro desde que llegó a Madrid hace 60 años, soltera, sin hijos, hija única y sin familia, el notario ha encontrado solo a unos primos lejanos que no quieren nada de sus pertenencias. Mi ex quiere recuperar la casa, que heredará nuestro hijo, y me ha pedido que la vacíe, que contrate a quien sea. Hago fotos para enviárselas a una organización de drogadictos en rehabilitación que se lleva todo y no te cobra nada. Me siento en el salón y hojeo los álbumes de fotos: toda una vida, álbumes familiares antiguos, otros más modernos de viajes, de amigas, fotos y más fotos, muchos recuerdos, sonrisas criogenizadas ¿para qué? ¿para quién? para Herminia cuando vivía ¿y ahora? Siento pena, me acuerdo de una frase de Gabriel García Márquez de  El amor en los tiempos del cólera que dice: “...la gente que uno quiere debería morirse con todas sus cosas…” y yo pienso que no solo la gente que uno quiere, también la que uno ni conoce; Todos deberíamos morirnos con todas nuestras cosas y que nos quemaran con todo. Hay culturas en las que entierran a los muertos con sus pertenencias para que en la ‘otra vida’ no les falte de nada pero yo lo haría para que lleguemos ligeritos donde tengamos que llegar y, sobre todo, para dejar hueco a los vivos, que bastante apretaditos estamos ya.
     Ahora no hago fotos y cada vez que me hacen una me acuerdo de Doña Herminia y me entra una congoja, una tristeza y una desolación que mis amigos me dicen:
     —Sergio, sonríe, hombre, que parece que has visto un muerto.
     Y como no sé ni quiero explicárselo pues ahora siento la misma congoja, la misma tristeza y la misma desolación pero sonrío y salgo siempre siempre siempre en las fotos con cara de felicidad.

foto: google maps